junio 24, 2006

Cinco días en el Marañón. (Parte II)

(Le recomendamos leer la parte I para seguir el hilo de este relato)

Mi primo se está separando de una lugareña de Cuninico, un poblado ribereño del río Marañón. Yo acompaño la “misión” familiar para llevarnos a mi primo y ayudarle a empezar otra vida en un nuevo lugar. Hemos llegado al campamento maderero en el que él trabaja, y en el que veremos la cara triste del jugoso negocio de la madera.


Cerca del medio día llegamos al pequeño campamento maderero en donde se encontraría mi primo. El señor Vásquez, jefe del campamento, nos da la bienvenida y viendo nuestra cara de hambre nos invita almorzar con el grupo. Hay sopa de carne de monte con plátano maduro. El espartano campamento tiene solo lo estrictamente necesario: utensilios de cocina, machetes, dos escopetas, la imprescindible motosierra, y mosquiteros. Todo bajo la protección de dos cobertizos de palos y techo de hule. En uno de ellos, protegida por un mosquitero, se encuentra una niñita de solo seis meses. Su hermanito, de cinco añitos, hace gracias y travesuras por todo el campamento para el deleite de su padre. El señor Vásquez nos dice que mi primo fue al monte, escopeta en mano, siguiendo las pisadas de una “sachavaca” (tapir) y que habrá que esperarle un “ratito”.

Mientras degustamos el oportuno almuerzo me cuentan que la especie maderera que están extrayendo es la cumala, de menos precio que la caoba pero más fácil de extraer por crecer a orillas de las quebradas. La modalidad de trabajo es la de habilitación, una especie de pago adelantado en donde el poblador extractor de Cuninico recibe “apoyo” con combustible, motosierra y otros equipos. Luego corta y extrae la madera en trozas, las mismas que más tarde son recogidas por el acopiador que hizo la habilitación. Lo injusto de este sistema es que el acopiador es el que pone los precios, excesivamente altos por los insumos en consignación, y excesivamente bajos por la madera extraída. Una motosierra dada en consignación puede llegar al abusivo precio de 6 000 soles (unos US$ 1 800), mientras que por la cumala solo reciben treinta céntimos por pie tablar. El trabajo no consiste solo en tumbar y trocear los árboles, también hay que “arrear” las trozas quebrada abajo. El pago para un peón por cada día de trabajo es de diez nuevos soles, en jornadas de 13 horas. Sin embargo, ni los peones ni el jefe del campamento reciben pago alguno por los días que tienen que esperar, rogando a que la quebrada se llene de agua y poder “arrear” las trozas de cumala. Al arrear los troncos, los madereros tienen que pasar dos semanas sumergidos en aguas infestadas de serpientes, alacranes y mosquitos para llegar con su carga preciada al atracadero de Cuninico. De ese mismo atracadero recogen los acopiadores la cumala que luego es exportada, desde Iquitos, por una sola empresa.

Cuando llega mi primo este no me reconoce y debo aceptar que yo tampoco lo habría reconocido detrás de esa barba montaraz y de sus ojos cansados. Le digo bromeando, en serio, que tengo ordenes estrictas de llevármelo vivo o muerto. El primo solo sonríe y media hora mas tarde estamos en la canoa, de vuelta a Cuninico. Los compañeros de campamento se despiden de él como despedirían los presidiarios al compañero que sale a la libertad.

Son las tres de la tarde cuando iniciamos el retorno. Algunas nubes negras empiezan a tapar el sol. En unos minutos el cielo se desgaja en relámpagos, tapamos a los muchachos con impermeables, y una lluvia de gotas gruesas empieza a caer. En medio de la tormenta diviso una boa de unos dos metros que sale desde la quebrada a tierra firme. Don Cesar lamenta no haberla visto antes para matarla y vender su cabeza en Iquitos, por cinco soles. En mi interior se produce entonces un choque sísmico entre mis ideales ecológicos y mis ideales de justicia. Pues así como no esta bien matar un animal solo para vender su cabeza, tampoco esta bien que nadie haga nada por darle a la gente de Cuninico y de muchas partes de nuestra Amazonía la oportunidad para ganarse la vida con dignidad y sin destruir la naturaleza.

Cuando cae la noche la lluvia vuelve con furia inoportuna. Al frente va mi primo, armado con un remo, escrutando la orilla con lo poco que podía ver con la iluminación tenue de una linterna. Atrás va don Cesar con sus casi dieciocho horas seguidas como motorista de la embarcación. Intercambian luego de puesto con mi primo, mientras que la lluvia no cesa.

Estoy quedándome dormido cuando me despierta un fuerte golpe en la frente que me hace caer de espaldas en el piso de la canoa. Mi primo dormía mientras estaba frente del timón y vamos a dar de lleno contra el monte ribereño.

Cerca de la media noche, el resoplido de un delfín colorado me hace saltar de mi asiento. La quietud de las aguas en este recodo de la quebrada hace de este su lugar preferido para dormir.

Son las dos de la mañana y a lo lejos se ve el parpadeo de las primeras lámparas de kerosén de Cuninico.

Leer parte III

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy corto esta ves pero muy interesante esta parte,solo que saltaste la parte donde que el sancudo te quizo hacer llorar cuando durante el viaje en la canoa jejejejje