Después de esperar casi dos horas a que la camioneta pick-up se llene de la cantidad suficiente de pasajeros, por fin partimos hacia nuestro destino, Santiago de Borja. Aunque el viaje a través de la columna vertebral de la cordillera Azul es una paliza para los riñones, lo aguantamos con el estoicismo de cristiano en tiempos del imperio Romano. Ahí estábamos, al principio y al final de la cordillera de los andes, conteniendo el aliento ante la majestuosidad de la llanura amazónica. (Para poder seguir el hilo de este relato de viaje le recomendamos leer la parte I ).
Habíamos esperado más de dos horas en el paradero de camionetas “Oriente Express” cuando llegó el último pasajero, el que necesitábamos para llenar la camioneta. El chofer enciende el carro (esta es la quinta vez que lo hace) y parece que ahora sí esta decidido a salir. Coloca una cinta polvorienta en la casetera del carro, y para convencernos de que la salida ahora si iba en serio nos dice:
-¡Muy bien señores pasajeros! Abróchense los cinturones (¡Pendejo!, No hay ni uno solo). ¡Ahora nos vamos pa’ Santiago de Borja!
La 4x4 empieza a rodar y en la cabina la voz chillona de “Chapulin, el dulce” empieza a torturarme. El chofer pone primera, suspira y sonríe. Le gustan Los Shapis, y por alguna extraña razón cree que todos los que vamos en la cabina compartimos sus gustos musicales. Cuando paramos para almorzar en un restaurante del distrito de Pongo de Caynarachi ya habiamos hecho casi tres horas de viaje y escuchado 4 veces la mentada cinta de los Shapis. El chofer se acerca a mi mesa y me comenta que ya no falta mucho para llegar, tratando de darme ánimos, convencido de que mi cara de arbitro se debe a lo pesado de la ruta. Aunque el viajecito era una paliza para los riñones, el problema no era ese, a estas alturas de mi vida yo ya era un veterano de las insufribles carreteras amazónicas.
-No, primo. La ruta no es tan mala -le digo al chofer -Solo que tu cinta de los Shapis está a punto de reventarme el “huevo” izquierdo.
-¿Y el huevo derecho? -me pregunta él, sarcástico.
-Ese se me reventó ya a la salida de Tarapoto -le contesto al chofer, quien soltó una carcajada que los demás pasajeros secundaron.
A modo de disculpa, y viendo que yo no me reía, me dijo que solo tenía esa cinta, otra con baladas gringas en español y una con Vallenatos colombianos.
-¡Ponte la cinta de vallenatos, por favor! –le dije, casi suplicando.
Almuerzo acabado y nos subimos de nuevo a la pick-up. Mi primo Javier “Sherman” le gasta una de sus típicas bromas simplonas a un niño que viene perfumando el ambiente con el aroma agradable de los umaríes* que vende.
-¡Hay umarí! ¡Lleve su umarí! ¡Hay umarí! –pregona el muchacho a voz en cuello.
–Oye, chibolo. ¿Hay umarí? –le pregunta el “Sherman”
-Si, joven –contesta el niño, alegre ante la aparición de un potencial cliente.
-Esta bien que “hayga”, cho**. Sino, no tuvieses nada para vender –termina el simplón de “Sherman”. La broma divierte a todos, menos al niño que entre dientes le contesta:
-¡Rosquete*** de mierda!
Confieso que al principio también me reí con la broma, pero después me sentí mal por el niño. Porque me recordó a mí cuando tenia su edad. Yo tenía el mismo corte militar, los shorts descoloridos y muy grandes para mi tamaño, y el par de sandalias con el talón desgastado. Así iba a los controles que la policía tenía en la carretera, con mi caja de chupetes, a venderle a los pasajeros de las camionetas interprovinciales que allí se detenían. Odiaba a los pasajeros que, por 10 centavos, se creían con el derecho de humillarme y convertirme en el payaso de su aburrido viaje. Muchas veces regresaba a casa con el dinero faltado por culpa de uno que otro “hijoeputa” que se iba sin pagarme solo para verme correr desesperado, con mi caja de chupetes, detrás de la camioneta a la espera de que tirase la moneda a la carretera. Para ellos solo eran unos insignificantes diez céntimos, para mí era un pan menos.

-Pero tenemos suerte, ayer no ha llovido mucho – nos consuela, sin creérsela ni el mismo. Atrás queda la carretera Tarapoto-Yurimaguas, y nos zambullimos en ese mar verde que es la selva baja. Atrás quedó la cordillera de los andes.
En la cabina empieza a sonar la melodía dulce de algún acordeón colombiano y un coro que dice: “...los caminos de la vida no son como yo pensaba, como los imaginaba, no son como yo creía...” Yo suspiro y sonrio. Me gustan los vallenatos. La camioneta se balancea como una hamaca, pero yo ya no siento casi nada. Me estoy quedando dormido... Escucho la música y pienso (¿sueño?) de nuevo en el pequeño que vendía umaries.
Me despierto justo cuando empezamos a llegar a Santiago de Borja, con el cotorreo incesante de mis tías que vienen desde Lima y que han estado tomándole el pelo al pobre chofer desde que salimos de Tarapoto. (¡Hace seis horas!) De pronto se dan cuenta que me desperté y me empiezan a reclamar el que no me haya levantado a ayudar a empujar el carro, el mismo que se había quedado atascado en el barro jabonoso en dos ocasiones. A la más parlanchina le prometí que iría a buscar y le invitaría un par de caimitos (una fruta amazónica dulce y que posee un pegamento natural que tiende a juntar los labios de el que la come). Mi tía no entendió mi ironía y se perdió después en el jolgorio de abrazos, bienvenidas y besos de aquellos familiares que nunca se fueron del pueblo y que nos esperaban desde el día anterior debido a un malentendido. Por fin estábamos en Santiago de Borja, tierra del Cristo de Logroño.
La primera sorpresa que recibí al llegar fue encontrarme con Lucia Célis, una compañera de

-¡Hej, papa! – Era mi hijo Axel, quien había venido con mi hermana cinco días antes. Me abrazó un buen rato para correr a abrazar a su mamá, quien también venía con nuestro grupo. Luego nos contó sus vivencias en los últimos cinco días.

Llegué a la casa del tío Arquímedes y la tía Jovita , para saludarles. Cuando crucé el umbral de la puerta me quede asombrado ante lo que vi dentro. La escena parecía sacada de un libro de García Marquez.
Continuará...
*Umarí. Fruto oleoginoso amazónico de aroma muy penetrante y agradable.
**Cho. Vocablo amazónico peruano equivalente la palabra "Ché" en Argentina (-mira, cho = mira, ché)
***Rosquete. Marica.
1 comentario:
Saludos desde Cuba, Zenia.
Ahora estoy en otra dirección pues la página vieja no la puedo abrir. Un amigo me prestó la suya, y allí actualizo es en:
http://imaginados.blogia.com
Me ha dado grcia el apodo de "El dulce", aquí se emplean mucho los apodos. Sobre todo en zonas rurales. Hasta pronto
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