mayo 31, 2006

El santo del fin del mundo. (Final)


El santo del fín del mundo. (Final)
(Para poder seguir el hilo de este relato de viaje le recomendamos leer la parte II ).

La fiesta.

En Santiago de Borja el tío Arquímedes Navarro y su esposa Jovita Vásquez nos dan la bienvenida. De inmediato nos ofrecen de comer y de beber, y arreglan todos los detalles para que la pasemos bien. Cuando crucé el umbral de la puerta me quede asombrado ante lo que vi en la sala. La escena parecía sacada de un libro de García Marquez.

Sentí de golpe el aroma tibio de la pimienta negra, el comino y del sachaculantro; el vaho fresco y dulzón del maíz tierno y la yuca; y el olor aceitoso del maní tostado y de la carne de chancho. Por doquier se organizaban grupos de trabajo. Aquí algunos ayudantes molían el maíz paisano para la chicha, otros pelaban y troceaban la yuca para el mazato. Allá unas manos de mujer morena embutían las tripas de chancho con carne picada, trozos de tocino y especias olorosas para hacer chorizos kilométricos. En un rinconcito, otros hombres y mujeres cernían el almidón de yuca, amasaban el pan, y preparaban rosquitas, huahillos, casquitos, suspiros, pullcos, ñutos y demás delicias de almidón. En el traspatio estaba el horno de barro del que empezaban a salir ya los primeros panes olorosos y humeantes. Al costado del horno habían instalado una parrilla gigantesca en donde se ahumaba carne de res y algo de carne de monte. En la cocina, el pelotón de mujeres de la familia había tomado el mando y corría de un lado para otro cargando fuentes y ollas como para alimentar una tropa. En un fogón a leña, el inguiri iba quedando listo. A falta de un recipiente más grande, un grupo de mujeres enfriaba la chicha en una canoa.

Los ayudantes[1] y pasantes[2] trabajaban con el acompañamiento de un conjunto típico. Los curiosos se apelotonan para mirar a través de la ventana a un virtuoso como pocos, el timbalero invidente. En la cocina y en la sala seguian trabajando y tomando aguardiente. El conjunto empieza con un tanguiño, y arranca suspiros. Después anima el ambiente con una tahuampa, pero se detiene poco después por temor a que los calores del aguardiente y los compases del chimaychi terminen sacando a los ayudantes a la calle entre saltos y silbidos de júbilo.

Las fiestas del Santo Cristo de Logroño coinciden con las celebraciones de semana santa, es decir que matan dos pájaros de un tiro. Por ello, en la mañana del jueves santo un grupo de ayudantes, no tan beodos pero bastante beatos, hicieron descender a la figura del nazareno crucificado y se pusieron a lavarlo con agua de manantial, lo perfumaron de incienso y aroma de velas, para emperifollarlo luego con mantos bordados con hilos de oro. Al acto ceremonial asistieron, como no, las reinas de belleza quienes estaban condenadas al suplicio de participar de todas las lavadas, amasadas, enfriadas de chicha, rifas, tómbolas, discursos y demás actividades programadas como parte de las celebraciones.

El reverendoMario Bartolini, un italiano con más pinta de boxeador veterano que de cura, vino desde Barranquita y marcó el inicio de una semana de celebraciones, agradecimientos y promesas por cumplir. No se bailó el jueves ni el viernes, por respeto al santo "recién" fallecido, pero se tomó aguardiente hasta más no poder.

El “Sábado de gloria” los pies no pudieron esperar más y desde las primeras horas de la noche empezó el fiestón. Un error del encargado del generador de luz, quien había puesto gasolina en el motor a petróleo, dejó sin alumbrado eléctrico a la comunidad. Aún así, la gente bailó en la calle con la complicidad de una propicia luna llena. Esa misma noche llegó una motonave desde Yurimaguas. Tenía la cubierta iluminada y en ella un grupo variopinto de fieles Yurimagüinos que ya venia bailando al compás de un potente equipo de sonido. Por un momento la gente dejó la fiesta y acudió a curiosear en el puerto, pero trescientos abrazos más tarde la fiesta se volvió a calentar alimentada por el alma fiestero y combustible de los recién llegados. La misma motonave sería protagonista de una anécdota tres días después cuando, por un arrebato del capitán-propietario, partió de vuelta a Yurimaguas llevándose a algunas personas, incluidas las reinas, contra su voluntad. El padre de una de las reinas, dándole un toque dramático a la anécdota, partió al rescate de su hija a bordo de un bote motorizado. Le dio un rápido alcance pues la motonave yacía varada y de costado en un banco de arena a menos de dos kilómetros del pueblo.

La fiesta siguió hasta el jueves, con días de procesión, baile y aguardiente. Mis padres, por supuesto, se quedaron hasta el final de las celebraciones y un poco más. Yo regresé el martes por la madrugada. Eran las tres a.m., llovía sin piedad y los últimos borrachitos de la fiesta cantaban cuando llegó a recogernos el mismo chofer que nos trajo. Llevaba cuatro chanchos vivos en la parte de atrás del vehículo.

Cuando dejamos Santiago el dueño de los cerdos le pide al chofer le guarde dos mil soles en la “caleta” del carro previendo un asalto. –Si, “choche”. Pero tienes que tener siquiera veinte soles para los asaltantes. Ellos se molestan cuando les dices que no tienes plata. Le aclaró el chofer.

Habíamos cruzado seis puntos críticos en la carretera inundada, soportado unas veinte paradas, y buscado un chancho fugitivo por casi una hora, cuando por fin llegamos a Tarapoto, después de ocho horas. No le prometí nada al santo, pero le pedí, con un fervor casi creible, que me dejase volver a su tierra.


[1] Ayudantes. En este contexto se refiere a las personas (generalmente familiares y amigos), que apoyan a los pasantes en las labores prácticas que implica la preparación de alimentos. No reciben ningún sueldo a cambio, solo las tres comidas diarias, ya que este apoyo es voluntario y es una forma de colaborar con los seres cercanos y queridos en el arduo trabajo de preparar la fiesta.
[2] Pasantes. Son las personas que han hecho la promesa al santo y quienes sufragan los gastos de la fiesta.

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